En un tiempo remoto, del que el hombre no tiene recuerdo, cuando los Dioses aún eran jóvenes y la tierra estaba poblada por seres legendarios, muchos largo tiempo olvidados.
El pequeño Apollo miraba el cielo tumbado en la hierba, y vio cruzar un pájaro cuyas plumas eran de fuego. Fue un momento, sólo un instante, pero aquel ave se convirtió en su mayor deseo. Soñó con aquel ave cada día durante los mil años siguientes, hasta que consiguió volver a verla, brillante en el cielo, un ave de fuego.
De nuevo fue fugaz, pero valió para una espera de otros mil años. La vio una cuarta vez, y durante los mil años siguientes urdió un plan para capturarla y hacerla suya.
Apollo consiguió su deseo, y capturó el ave dentro de un árbol, pero éste no hacía más que incendiarse. Consiguió sangre de dragón, ungió con ella un árbol, y consiguió que éste contuviese el ave. Sin embargo, el árbol ya no era un árbol, si no una serpiente dormida.
Durante los siguientes miles de años, Apollo se entristecía cada vez más, por no poder ver volar el ave, no poder hablar con ella, ni tocar su cálido fuego.
Una mañana, mientras observaba una preciosa estatua de piedra inspirada en su hermana Artemis, decidió meter el ave en la estatua, y darle vida.
Cuando la estatua abrió los ojos a la vida por vez primera, éstos pasaron del ámbar más puro al verde más intenso en menos de un instante. Había entrado en trance, y de su boca salió la primera profecía.
Del Oráculo de Apollo 8.VIII
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